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Milagro en el Campo de Las Carreras

 

Eran las diez y media de la mañana del 24
de septiembre de 1812, el ejército español que se dirigía desde El Manantial
hacia San Miguel de Tucumán, se encontró a bocajarro con el Ejército del Norte
dispuesto en perfecto orden en el Campo de las Carreras, en las afueras de la
ciudad. Ante esta situación los realistas sorprendidos trataron de desplegarse;
pero sólo pudieron hacerlo parcialmente ya que en esos momentos caían sobre
ellos, disparando sus fusiles, las avanzadas de infantería patriota. La
artillería de Holmberg entró en acción abriendo brechas en las filas
peninsulares. El general Belgrano ordenó entonces al coronel Balcarce que
cargara su caballería gaucha hacia el ala derecha, así arrasó varios batallones
enemigos y tomó el convoy de aprovisionamiento.

            Miguel
Francisco Aráoz era un mozuelo de 18 años. Alto, delgado, de buen porte,
guitarrero y compositor de coplas, había entrado como voluntario al ejército
patrio para pavonearse frente a las niñas de la ciudad. Era familiar de don
Bernabé y don Diego Aráoz, quienes, junto al sacerdote Pedro Miguel del mismo
apellido, habían convencido al general Belgrano para que enfrentara a las
fuerzas del realista Pío Tristán en Tucumán. Diestro jinete, se sentía un
centauro junto a su batallón llamado “Los Decididos de Tucumán”. Lo que
distinguía a este grupo eran los enormes guardamontes de cuero duro, típicos de
los gauchos del norte. Su madre, devota de la Virgen de la Merced, le puso un
escapulario en el pecho y le pidió que se encomendara a su cuidado. A duras
penas la complació ya que no quería mostrarse con adminículos religiosos, ¡tan sólo él, “un liberal”!, como gustaba
definirse frente a sus amistades.

            Toda
la mañana previa a la batalla se sintió descompuesto. Mil demonios atormentaban
su estómago, el sudor frío, las manos heladas… En repetidas oportunidades
tuvo que pedir permiso a su sargento para ir a descargar su estómago en unos
matorrales cercanos. Sus compañeros, duros gauchos curtidos por el viento y el
sol le hacían burla, aunque lo animaban con dichos campesinos.

            Cuando
comenzó la carga, sólo tuvo que dejarse llevar por esa marea de hombres y
bestias que arremetían con furia atronando sus guardamontes, blasonados por las
marcas del cerro, con el golpeteo de las espadas. El proyectil de una bala
perdida le dio en el hombro y lo tiró del caballo; apenas se salvó de ser
atropellado por los que venían tras de él. Quedó tendido en la gramilla manando
sangre a borbotones. Sus compañeros arrollaron el ala izquierda española y se
abalanzaron sobre el convoy de bastimentos al que saquearon totalmente, luego
de lo cual salieron del cuadro de la batalla.

       Las tropas realistas, superada la
sorpresa, se reagruparon ordenadamente con su infantería en el centro del
campo, apoyados por el resto de su caballería de reserva, con la que comenzaron
a hacer retroceder a las líneas patriotas. Miguel Francisco, en un estado de
semi- conciencia iba a quedar en el medio de la acción. El humo de la pólvora
impedía la visión, todo era caos y confusión entre los gritos y órdenes de los
sargentos, los ayes lastimeros de los heridos y moribundos, algunos de ellos
con heridas impresionantes.

            Había
comenzado a soplar un viento caliente, primero tímidamente, luego con inusitada
violencia. Una tormenta de tierra comenzó a dar vueltas en el centro mismo del
campo, luego se desató una copiosa lluvia. El ímpetu de los españoles decayó en
seco, mirándose extrañados ante el fenómeno. El joven Aráoz tenía ya encima de
él a las tropas enemigas, cuando sintió una mano maternal que oprimía la herida
con el escapulario. Una voz dulce, pero a la vez firme le ordenó que mantuviera
apretada la tela y que tuviera fe, porque la ayuda estaba pronta.

            Una
langosta se posó en la cara de Miguel Francisco, luego otra y varias más,
pronto todo aquel campo se tiñó de marrón y una extensa manga de esos insectos
se interpuso entre patriotas y realistas. Una figura femenina vestida de fina
túnica blanca, bordada con hilos de oro, se irguió de espaldas al joven y elevó
sus manos al cielo que de inmediato se oscureció como en una noche cerrada;
rayos caían en medio de la confusión aterrorizando a los godos, quienes además
comenzaron a recibir un pertinaz bombardeo de langostas lanzadas
enloquecidamente hacia ellos, cual proyectiles certeros.

            La
embestida realista se paró en seco y algunos comenzaron a retroceder, ciegos
del polvo, apedreados por los cuerpos de los insectos que se metían en sus
orejas y en sus bocas y por cada resquicio de sus ropas, golpeando sus ojos y
atormentando sus oídos; pronto aquello fue un desbande general. Pío Tristán,
desconcertado, llamó a sus tropas a reunión y las reorganizó en las afueras de
la ciudad. Con las carretas de víveres perdidas, y sin la posibilidad de poner
sitio a la ciudad, mandó un ultimátum de rendición al cuartel de San Miguel de
Tucumán. Una firme negativa fue la respuesta. Luego de una noche y un día de tensa
vigilia, el enemigo se retiró apesadumbrado rumbo a Salta.

            Miguel
Francisco Aráoz fue hallado a la mañana siguiente, inconsciente, pero aferrando
firmemente el escapulario al orificio de su herida, así evitó la hemorragia,
salvándole la vida. Llevado a su casa, no dejaba de repetir que la Virgen lo
había salvado y que había sido testigo del milagro de la Merced. Juraba haber
presenciado cómo la Santa Madre guiaba a los ejércitos de langostas, mientras
ordenaba a los cielos abrirse y descargar su furia sobre las tropas del rey.

            Todo
fue tan confuso que nadie pudo dar crédito ni tampoco negar la versión del
joven. A partir de entonces Miguel Francisco se convirtió en cofrade de la imagen
de la Virgen, y en cada procesión conmemorativa era uno de los responsables de
transportar la venerada imagen. Aráoz erigió su vivienda en la cercanía del
campo de batalla, a una cuadra de la casa que ocupara el general Belgrano, a
quien despidió con tristeza cuando partió enfermo a su destino final.

            Pasados
los años, sus hijos y nietos, así como todo aquel que le prestara atención,
escucharían incontables veces la historia de su boca. Tanta era su devoción que
comenzaron a llamarle “el loco de la Merced”. Con el tiempo su fervor no hizo
más que aumentar. Octogenario, aún se lo veía en cada procesión, erguido,
distante, luciendo en el pecho altivamente el escapulario manchado de su propia
sangre, orgulloso, imponente…

            Un
día de septiembre su corpachón, que hasta entonces no había conocido fatigas ni
enfermedad se resintió. El médico diagnosticó pulmonía, mal que para entonces
era una sentencia de muerte. Sus familiares cuidaron de él varios días con suma
aflicción; al amanecer del 24, un viento terroso comenzó a soplar sobre San
Miguel, primero como una brisa, luego atacó con furia inusitada. De inmediato
un copioso chaparrón se hizo sentir, el cielo se puso negro y una compacta
manga de langostas pasó sobre la ciudad. Temerosos, los vecinos observaban el
fenómeno desde los resquicios de las ventanas de sus casas.  Las mujeres se persignaban y algunas comenzaron
a orar de rodillas a nuestra Señora.

            La
oscuridad envolvió la ciudad; desde el Campo de las Carreras se escuchaban
reventones como cañonazos, mientras los relámpagos encendían de extrañas luces
el escenario, por lo que algunos veteranos evocaron las salvas de las
tercerolas realistas y de los improvisados fusiles criollos, muchos de los
cuales explotaron en medio de la batalla. Una centella recorrió todo el antiguo
campo para ir a perderse cerca de El Manantial; pero lo más extraño fue el
lejano rumor, como de voces perdidas, de lamentos lejanos y gritos bravíos. La
ilusión duró varios minutos, pero aquellos que vivían más cerca de donde el
fenómeno se había desatado con furia, juraron ante la cruz que vieron siluetas
de soldados que avanzaban como perdidos en la densa polvareda.

            Merceditas,
la menor de las nietas de Aráoz, que se había quedado cuidándolo esa noche, vio
a su abuelo sonreír al momento que una “Bella Señora” le hablaba con dulzura,
mientras lo conducía hacia una brillante luz que se había aparecido, iluminando
la habitación del anciano. Luego de esto, lentamente el polvo levantado por la
tromba de aire se aplacó, los insectos desaparecieron gradualmente mientras las
nubes oscuras se abrieron mostrando un hermoso azul. Inmaculadas nubes blancas
adornaron el cielo tucumano de ese otro inolvidable 24 de septiembre.

José María Posse

Abogado/ Escritor/Historiador

 

Nota:
El milagro de las langostas fue una creencia muy arraigada entre los antiguos
tucumanos. Con variantes, se recopilaron diferentes testimonios al respecto de
testigos de aquellos acontecimientos.

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